Imagina una habitación con una iluminación
tenue y todas las persianas cerradas. Veinte lÃderes de distintas iglesias de
la zona sentados en el piso formando un cÃrculo con las Biblias abiertas.
Algunos tenÃan las frentes empapadas de sudor después de caminar
kilómetros para llegar allÃ. Otros estaban sucios por el polvo de los pueblos
desde donde salieron temprano esa mañana en bicicleta.
Estaban reunidos en secreto. Vinieron a
propósito hasta este lugar a diferentes horas a lo largo de la mañana, a fin de
no llamar la atención a la reunión que se celebraba. VivÃan en un paÃs de
Asia donde es ilegal reunirse de esta manera. Si los pescaban,
podÃan perder su tierra, sus trabajos, sus familias o sus vidas.
Escuchaba mientras contaban historias de lo
que Dios estaba haciendo en sus iglesias. Un hombre estaba sentado en un
rincón. Era fornido y actuaba como el jefe de la seguridad, por decirlo de
algún modo. Cada vez que se oÃa una llamada a la puerta o habÃa un ruido
fuera de la ventana, todos en la habitación se quedaban helados por el
nerviosismo hasta que este hermano iba a asegurarse de que todo estaba bien.
Mientras hablaba, su tosca apariencia revelaba enseguida un corazón
tierno.
«Algunas personas de mi iglesia se han ido
debido a una secta», dijo. A esta secta en particular la conocÃan por
raptar creyentes, llevarlos a lugares aislados y torturarlos. No es raro que a los
hermanos les cortaran la lengua. A medida que contaba los peligros a los que se
enfrentaban los miembros de su iglesia, se me llenaban los ojos de
lágrimas. «Estoy dolido», dijo, «y necesito la gracia de Dios para guiar a mi
congregación a través de estos ataques».
A continuación, habló una mujer al otro lado
de la habitación. «Hace poco, a algunos miembros de mi iglesia los
enfrentaron funcionarios oficiales del gobierno», continuó. «Amenazaron
a sus familias y les dijeron que si no dejaban de juntarse para estudiar la
Biblia, perderÃan todo lo que tenÃan». Pidió oración diciendo: «Necesito
saber cómo dirigir a mi congregación para que siga a Cristo aunque les
cueste todo».
Al mirar alrededor de la habitación, vi que
ahora todos tenÃan lágrimas en los ojos. Las luchas que estos hermanos
expresaron no eran aisladas. Todos se miraron y dijeron: «Debemos orar». De
inmediato, se pusieron de rodillas y con los rostros en el suelo,
comenzaron a clamar a Dios. Sus oraciones no estaban tan marcadas por un
elocuente lenguaje teológico, sino por una alabanza y un ruego de corazón.
«Oh, Dios, gracias por amarnos».
«Oh, Dios, te necesitamos».
«Jesús, te entregamos nuestras vidas».
«Jesús, confiamos en ti».
Lloraban de forma audible delante de Dios
mientras un là der tras otro oraba. Al cabo de una hora más o menos, la
habitación quedó en silencio y se levantaron del piso. Humillado por lo que
acababa de presenciar, vi charcos de lágrimas en un cÃrculo alrededor de
la habitación.
A partir de entonces, Dios me ha concedido
muchas otras oportunidades de reunirme con creyentes en las casas
iglesias clandestinas de Asia. AllÃ, los hombres y las mujeres arriesgan todo por
seguir a Cristo.
Hombres como Jian, un médico asiático que dejó
su exitosa clÃnica de salud, y que ahora arriesga su vida y las
vidas de su esposa y sus dos hijos para proporcionar atención médica a las
empobrecidas aldeas, mientras instruye en secreto toda una conexión de redes
de lÃderes de casas iglesias. Mujeres como Lin, que enseña en una
universidad donde es ilegal
extender el evangelio. Se reúne en secreto con
los estudiantes para hablar de las demandas de Cristo, aunque podrÃa
perder su medio de vida por hacerlo.
Adolescentes como Shan y Ling a quienes han
enviado desde las casas iglesias de sus aldeas para realizar estudios
intensivos y prepararse para
llevar el evangelio a partes de Asia donde no
hay iglesias.
Ling me dijo: «Le he dicho a mi familia que es
probable que nunca regrese a casa. Voy a llevar el evangelio a
lugares difÃciles y es probable que pierda la vida en el proceso».
Shan añadió: «Sin embargo, nuestras familias
comprenden. Nuestras madres y nuestros padres han estado en prisión
a causa de su fe, y nos han enseñado que Jesús es digno de toda nuestra
devoción».
Fuente: Radical, David Platt
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